sábado, 5 de septiembre de 2015

La coma sentimental


Cuando daba clases de periodismo, una de las primeras cosas que les enseñaba a los alumnos era el poder de vida o muerte que encierra el trazo minúsculo de una coma...
Por Ezequiel Martínez

Cuando en el colegio secundario me tocó el francés como idioma extranjero, lo primero que me sorprendió fue la fertilidad de sus acentos: el grave, el agudo, la diéresis y el inesperado circunflejo (aquel que se dibuja como el techo de una casita), me enmarañaron el aprendizaje de ese lenguaje ajeno. Eso sin contar la complejidad anexa de la c con cedilla (ç) y las intermitencias de sus apóstrofos. 

Pero con una única y solitaria tilde, nuestro castellano ha sabido causar más alboroto que todos esos palitos franceses juntos. Recuerden la urticaria que le agarró a los académicos cuando en 1997, al inaugurar el Congreso de la Lengua Española en Zacatecas (México), García Márquez propuso: “Jubilemos la ortografía (...) y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver”. Ya siglo y medio antes, Sarmiento querelló a la ortografía que había bajado de los barcos cuando en octubre de 1843 presentó su Memoria sobre ortografía americana, donde además de juzgar a los acentos desteñidos, solicitaba el certificado de defunción para las letras h, v, z y x.

Finalmente en 2010 las Academias reales y plebeyas de la Lengua Española aprobaron una Nueva Ortografía, y palabras como guión o adverbios como sólo se quedaron huérfanos de tilde. El último fin de semana, en el diario El País de Madrid, Alex Grijelmo firmó un artículo titulado “La tilde sentimental”, en el que expresaba su postura generacional acerca de estos cambios: “Quienes hemos nacido con esas tildes forzaremos cualquier argumento para defenderlas. No es lo mismo Solo en casa que Sólo en casa.” Adhiero a su manifiesto y sumo otro, antes de que la revolución del idioma invada el sagrado territorio de las comas. Si esto fuese un juico, le presentaría al jurado un texto del portugués Antonio Lobo Antunes para avalar mi postura: jamás pude hincarle el diente a esa prosa deshilachada, cargada de párrafos sin puntos ni comas. Cuando daba clases de periodismo, una de las primeras cosas que les enseñaba a los alumnos era el poder de vida o muerte que encierra el trazo minúsculo de una coma. Entonces les narraba la anécdota que abre el libro Perdón, imposible (Del Nuevo Extremo) de José Antonio Millán. A un emperador le entregan para su firma una sentencia que decía así: “Perdón imposible, que cumpla su condena”. Al monarca le ganó su magnimidad y antes de firmarla le movió la coma de sitio, y quedó así: “Perdón, imposible que cumpla su condena”. Para la coma, será justicia.

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